En el mundo plural que vivimos el mercado de ofertas, sobre el sentido de la vida, es muy amplio y diverso. Hay
ofertas basadas en las creencias, otras fundamentadas en las ideologías y otras
son meramente humanistas. Todas son legítimas mientras que respetan la dignidad
y los derechos de las personas. La
alternativa cristiana, por consiguiente, es una oferta más y con proyección
universal. No trato de explicar el contenido del sentido cristiano de la vida,
lo que pretendo es hacer una reflexión sobre cómo tiene que presentarse, dicha
alternativa, en el mundo de hoy.
El contexto, sin duda, condiciona
mucho la forma de
hacer las cosas. Grosso modo, las conductas violentas e intolerantes, o el
terrorismo y la corrupción, así como las injusticias y la indiferencia como
actitud, siguen muy presentes en nuestras vidas cotidianas y en cualquier parte
del planeta. Aunque en la historia de la humanidad, todo esto no es nuevo, en los
tiempos que vivimos sí se dan unas connotaciones globales, que facilitan el
presentarse en la sociedad, las distintas maneras de
enfocar la vida.
En lo que respecta al cristianismo, su
oferta en dicho contexto,
está marcada por dos elementos fundamentales y que, además, definen su
alternativa: La vida en comunidad y su opción
por los pobres. En la vida de Jesús, estos dos aspectos están más que
explicados en los evangelios. Las dos primeras cosas que hace Jesús desde el
principio, son formar una comunidad (Mc 1,16) y poner a los pobres como sus
preferidos (Lc 4,18).
Decían de los primeros cristianos:
“Mirad como se aman”,
era la señal visible de su identidad. Palabras como comunión, hermandad, unión,
fraternidad y comunidad se han utilizado desde siempre en la Iglesia. El mundo
de hoy necesita ver y palpar que la convivencia y la fraternidad, entre personas tan diferentes, es
posible. El mensaje real es que podemos vivir como hermanos de la gran familia
humana. Este es el primer reto de los cristianos del siglo XXI.
Pero la comunidad cristiana está por
hacer. Es verdad que
la vida religiosa o las llamadas comunidades eclesiales de base nos ofrecen sus
ejemplos, pero tienen el inconveniente de que son minoritarias (y cerradas). El
Pueblo de Dios, que es la iglesia, es mucho más amplio y numeroso que el grupo
de ‘selectos’ que conforman las comunidades existentes. Desde el Concilio
Vaticano II, se nos dice que se hace necesario abrir el horizonte y cambiar de
modelo eclesial. Pasar de una Iglesia jerárquica, en la que una minoría
es la protagonista, a una Iglesia fraternal, en la que como bautizados,
todos somos iguales, ya que somos hijos del mismo Padre.
Cuando hablamos de Comunidades Mixtas, nos estamos refiriendo, en la
Iglesia actual, al grupo de seguidores de Jesús, que decide ser signo de
fraternidad en el mundo de hoy y desde sus diferentes vocaciones eclesiales: la
vida familiar, la vida religiosa o la vida sacerdotal; de forma que se juntan
para vivir en comunidad y, así, ser signos del amor de Dios. No es una novedad.
Pero ahora es una prioridad. Ver comunidades cristianas en las que laicos y
religiosos, van de la mano; en las que sacerdotes, con religiosos o laicos son
signos de la hermandad; en fin, que varias personas de diferentes
congregaciones formaran una comunidad, debería ser de lo más normal.
Y el segundo elemento, que es fundamental en la oferta
cristiana, son los pobres. Siempre los pobres. Nuestros hermanos más
indefensos. La semana pasada escribía sobre: “Cuando los pobres nos humanizan y evangelizan”. Poco más tengo que
decir al respecto. Si para Jesús fueron el centro de su vida, y lo vemos así
por el trato que les dio, no vamos a ser menos sus seguidores.
La pobreza está muy extendida. Es un escándalo que teniendo recursos
para vivir todo el mundo con dignidad, sin embargo, más de la mitad de la
humanidad viva peor que los animales. Que todavía mueran hombres y mujeres de
hambre es una auténtica vergüenza. Que la riqueza de unos pocos, esté
construida sobre la pobreza y miseria de una mayoría, simplemente, es
indignante.
Por consiguiente, la alternativa
cristiana, pasa por la apuesta de erradicar la pobreza. Y esto es posible.
La credibilidad de su oferta, de sentido de la vida, pasa porque las
comunidades cristianas se impliquen y comprometan en crear un mundo más justo,
donde los pobres dejen de ser pobres y se les considere con la misma dignidad y
derechos que el resto de las personas. No hace falta darle más vueltas al
asunto.
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