Al día de hoy no
entiendo mi vida sin Dios. En varias ocasiones me han pedido que de mi
testimonio personal ante la vida y me he limitado a comentar las tres claves o
raíces que, desde mi infancia, han estado y están presentes: Dios, los pobres y
la fraternidad. Creo que con ellas la resurrección de Jesús ha llegado a mi
vida. No necesito más para vivirla. Estos primeros domingos de Pascua las voy a
ir comentando.
Dios es muy
importante en mi vida, hasta el punto de organizar mi existencia teniendo
en cuenta su llamada. Me podría haber llamado para otros caminos, pero a mí me
quiso en éste y acepté. No de la noche a la mañana, ni con la misma claridad,
pero, desde la infancia, la vida me ha ido confirmando el camino elegido. Dios
ha sido una presencia constante, aunque en ocasiones, me he querido desentender
de ella.
La fe en Dios se la
debo a mi padre y a mi madre. También el párroco, que me inició en los
primeros sacramentos, tiene su papel. Fueron mis padres los que me
transmitieron la fe y me enseñaron las primeras oraciones. Este año celebrando
la Vigila Pascual, en la parroquia que me bautizaron, rememoré todos estos
hechos.
Es verdad que la
formación recibida, me hizo pasar de una fe heredada (de cristiandad) a una
fe adulta (conciliar), pero Dios es el mismo. Ha cambiado mi concepción de Él,
ya no lo veo justiciero y castigador. Ahora lo percibo como el Dios que nos
ama, como la Madre y el Padre, que lo único que desea es que sus hijos sean
felices. Es este Dios el que fundamenta y justifica mi vida, digamos, que
mantiene su protagonismo en mi vida.
Gracias a Dios me
levanto cada mañana sabiendo y experimentando que mi vida tiene sentido.
Que todo no acaba con la muerte. Dios me abre horizontes que se prolongan en la
vida eterna, aunque ahora, no entienda en qué va a consistir, si bien, ya puedo
iniciarme en los primeros pasos y poniendo las primeras piedras del camino
definitivo. Esto del Reino de Dios ya se puede iniciar aquí , no hace falta
esperar a la muerte
Gracias a Dios, que
se hizo uno de nosotros en Jesús de Nazaret, entiendo a la humanidad como a
una gran familia, la familia de Dios. El amor, en esta familia, es la base de
las relaciones que nos debemos todos los hermanos y hermanas que la formamos,
pues, es lo único que espera Dios, de sus hijos e hijas que somos.
Gracias a Dios, que sigue
actuando con su Espíritu, cada día tiene su impronta. La construcción del
Reino, o sea, de la familia de Dios, necesita de mis manos, de mi cabeza, de
mis pies, de todo lo que soy, para aportar lo que se me ha asignado. No es gran
cosa, pero si no lo hago se quedará sin hacer. El Espíritu, cada día me lo
recuerda y, además, me anima e impulsa a realizarlo. No es fácil y, algunos
días, prefiero hacer otras cosas o no hacer nada. Pero sé que la Misión
encomendada está ahí.
Que Dios es
misericordioso, no me cabe la menor duda. Muchas veces no quisiera que
estuviera ahí, pues me avergüenza su presencia, que no soy fiel a sus
expectativas y le traiciono. Estas situaciones, también están presentes en mi
vida, pero he aprendido (y me ha costado) a aceptarme como soy, asumiendo mis
debilidades, mis caídas, mis desvíos por otros senderos. No me ha sido fácil la
conclusión, pero soy humano. No soy perfecto.
Y la experiencia que tengo es que Dios me ama. Aún con estas experiencias,
sigo pensando que no entiendo mi vida sin Dios.
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