Es el tópico de estas fechas de los primeros días de enero. Y sino escribimos los propósitos, por lo menos ahorramos en papel, que no es poco. Ya lo decía, Jesús de Nazaret, cuyo nombre celebramos hoy: "El Espíritu es fuerte (está presto, tiene buena voluntad, está dispuesto), pero la carne es débil". Lo vengo constatando desde hace muchos años.
En realidad tenemos miedo al
cambio, bueno, un servidor lo tiene. Uno, con los años, va afianzando seguridades, que le
facilitan la vida, también manías, y no es plan de desprenderse de ellas,
aunque vaya siendo consciente de que le estorban, más que le ayudan. Pero ya se
sabe, como dice el dicho popular: "es mejor lo malo
conocido que lo bueno por conocer".
Se necesita mucho valor, para saber desprenderse de cosas
materiales, actitudes obsoletas, costumbres 'rancias', hábitos que fueron
válidos en su momento, pero que ya no son más que un lastre pesado, que
además de no aportar nada, contribuyen a convertirte en 'una estatua de
sal' por mirar tanto atrás.
Aunque la historia sirve para
algo muy importante, aprovechar
todo lo bueno de ella; en este caso que hablamos, seguir fortaleciendo todo lo
bueno que tiene uno, y que es mucho, así como aprender de todo lo bueno de las
personas que nos rodean, que es mucho más. Siempre, tener en cuenta el bien,
nos es más valioso y ventajoso. Pero no es fácil esta actitud. Solía plantear,
hace años, la dinámica de las dos manos, en una había que poner las cinco cosas
mejores que teníamos y, en la otra, las cinco peores. Siempre salían antes las
negativas. Por no hablar de la falsa modestia o decir que es más fácil poner
'verde' a los demás o resaltar lo mal que está la sociedad y el mundo que
vivimos.
En realidad nos conocemos
bastante bien. Cada
cual sabe, 'en dónde le aprieta el zapato', y sin embargo, preferimos ir con la
chinita, en vez de pararnos y aliviar el pie molesto. Por otro lado, la
comodidad es muy fuerte y atractiva. El cambio supone riesgo, también, duda de
si va a salir bien el invento, de las novedades nunca se sabe. Por otro lado
está en la 'imagen que me he ido creando durante años: ¿Cómo la voy a cambiar?
¿Qué van a pensar los demás? Mejor dejar las cosas como están.
A nadie se le ocurre ponerse
el traje de comunión, cuando va a casarse. Entre otras cosas porque le viene pequeño. El traje
de comunión, como mucho, está bien en el 'baúl de los recuerdos'; ahora toca
ponerse otra ropa, adecuada, a la nueva etapa de la vida que estoy viviendo.
Desprenderse de lo viejo es muy evangélico, si deseamos, claro está, afrontar
la vida con lo nuevo que nos va viniendo cada día o cada nuevo año.
Pero tenemos miedo. La experiencia acumulada, de lo que
nos cuesta conseguir la cosas, en todos los aspectos de la vida, ya sean
personales, familiares, laborales,... son la buena justificación que nos
paraliza y preferimos quedarnos como estamos. Esto nos da más comodidad, nos
hace una vida más confortable, 'total para cuatro días que nos quedan'.
Entonces, ¿para qué hablamos
del crecimiento personal? O bien, cuando hablamos de alcanzar una vida en plenitud. Todo
trabajo personal, es costoso. Meterse dentro de uno mismo cuesta, se requiere
un método, un hábito, una constancia. Se necesita valor, coraje, se precisa,
dejar mucho espacio al Espíritu que purifica, anima y fortalece, si se está en
el intento. Eso sí, lo que es imprescindible e inevitable –para bien (aunque
nos cueste)- es el cambio.
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