Nos jugamos mucho en este asunto. Si uno se fija en su propia vida constatará que conviven dos existencias paralelas, la que podemos llamar superficial o externa y la que podemos denominar como profunda o interna. La primera es la de todos los días, nos pone en conexión con la familia, el trabajo, los amigos, las redes sociales, el mundo real que nos rodea. La segunda está más escondida y hay que hace un esfuerzo por llegar a ella, para conectarse hay que llegar a los entresijos de nuestra realidad más honda.
La verdad de uno mismo se cobija en el interior, en la caja fuerte, escondida en lo profundo de lo que llamamos nuestro "YO" más íntimo. Está tan escondida que nos cuesta encontrarla con bastante frecuencia. Cuando la realidad es que deberíamos frecuentarla para alimentarnos de ella y así vivir conforme a lo que es nuestra identidad más genuina.
Estos días he oído dos frases en esta línea: Meterse dentro de nuestro interior y llegar a la hondura del ser. Difícil tarea de realizar, pero muy necesaria e imprescindible si deseamos nuestro crecimiento personal llevarlo a plenitud. Pero claro ponerse en situación de ‘meterse dentro’ y ‘llegar a la hondura’ supone un esfuerzo y determinación que nos exige ‘el trayecto’ para llegar. Hace falta mucha voluntad y, por supuesto, querer hacer el camino
Parece que la Cuaresma es un tiempo en el que se hablan de estas cosas. Pero este asunto no depende de las creencias, cualquier persona necesita de ‘bucear’ dentro de sí mismo para encontrar su verdadera identidad, fundamento y fuente de su existencia. Ciertamente la fe me ofrece recursos apropiados para ello, pero hay más caminos.
Muchas veces el camino hacia uno mismo, nos cuesta tanto, que preferimos crear una imagen ante los demás más fácil y cómoda, pero ‘falsa’. Nos gusta quedar bien y, como nos asusta mostrar nuestro interior, lo que somos en realidad, nos apañamos para que nos vean con ‘la foto del selfie’ más sonriente. Dura un instante.
¿Por qué preferimos dar una imagen de lo que no somos? Debe resultarnos más cómodo, o bien, nos gusta tener engañados a los demás. De hecho sabemos que las apariencias engañan y, que antes o después, las cosas se saben, pero nos da lo mismo. La imagen es la imagen y nosotros queremos mostrar una buena imagen (aunque sea falsa). Claro, luego todo esto nos pasa factura. Muchas frustraciones y fracasos vienen de la mano de la incoherencia entre la imagen que damos y la realidad que somos.
El qué dirán, aunque digamos lo contrario, pesa mucho ante los demás. Por eso organizamos nuestra vida en función de los demás, para quedar bien ante ellos. Hacemos cosas ante los demás, que no hacemos cuando estamos solos. Incluso en los grupos humanos que vivimos nos cuesta poco mostrarnos de una forma y, de otra manera, con personas de fuera. Todo por quedar bien.
Cuesta mucho ir con la verdad por delante. La
verdad de lo que realmente somos.
Confrontarnos
con nosotros mismos, dialogar con nuestro interior, debería ser un ejercicio, tan
cotidiano, que facilitaría disfrutar de nuestra realidad, por la coherencia
entre lo que pensamos decimos y actuamos. Aquí radica la razón de ser de
conectar con nuestro interior.
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