Salimos
del útero materno y lo primero que hacemos es aprender a respirar. A
partir de esos inicios, todo en la vida es aprendizaje. Nacemos para aprender.
Y, como sabemos, todo aprendizaje es un proceso lento que nos exige un
esfuerzo y se produce con la repetición. Por otra parte, está entrando en
nuestras conversaciones la expresión ‘desaprender
lo aprendido’. Personalmente, prefiero ‘aprender a desaprender’. Hay muchas cosas que, a lo
largo de la vida, hemos ido añadiendo a nuestro currículo personal, y que no favorecen nuestro crecimiento. Aún
más, pueden entorpecer nuestra realización como hombre o mujer.
A lo largo
de nuestra existencia nos movemos en diferentes ámbitos: La familia,
la escuela, la misma sociedad; en todos ellos, aprendemos muchas cosas que nos
vienen muy bien para nuestro crecimiento. Aprendemos a comer, a caminar, a
comunicarnos, a querernos. También aprendemos a escribir, a leer. Asimismo, se
nos educa en valores; nos facilitan el aprendizaje para una buena
socialización con nuestros compañeros, vecinos; e incluso, nos instruyen y enseñan a
manejarnos en las nuevas tecnologías. Vamos, que nos equipan muy bien para el futuro.
Claro, que
paralelos a todos estos aprendizajes, que potencian nuestra realización
personal, también aprendemos muchas cosas, que no contribuyen a nuestro crecimiento
y felicidad. En este sentido, aprendemos a ser vengativos,
rencorosos, egoístas, mentirosos, celosos, violentos, perezosos, negativos,
deshonestos, insolidarios, intransigentes, hipócritas, avariciosos, corruptos,
racistas, incoherentes, groseros, aprovechados, intolerantes,…
En fin, cada cual tiene los suyos.
Ahora es
cuando viene lo de desaprender. Porque hay que desaprender todas estas cosas que nos
deshumanizan, nos alejan de los demás, dificultan y rompen nuestras
relaciones, incluso, las más cercanas. Hay que desaprender todo aquello que
arrastramos y son verdaderos lastres en nuestro crecimiento personal, en
nuestro crecimiento familiar y en nuestro crecimiento social.
Pero aprender
a desaprender no resulta fácil. Lleva su tiempo, tanto como el que nos
llevó aprenderlo. Requiere pararnos, 'bucear por dentro', crear estrategias
para desmontar lo que, de hecho, forma parte de lo que somos, aunque no nos
guste. Aprender a desaprender, nos exige orden y ‘disciplina’. Los demás
también nos pueden ayudar, como nos ayudaron en nuestros aprendizajes, digamos, positivos.
Hay situaciones que tenemos muy arraigadas,
que son verdaderos hábitos, eso sí, viciados, y no es fácil deshacerse de
ellos. En el ámbito religioso se habla de cambio, de conversión. Ahora que estamos
en el tiempo de cuaresma se nos invita de forma especial a ello. Todo lo cual,
se llame como se llame, supone un esfuerzo, una ‘violencia interior’ que, en
muchas ocasiones, no estamos dispuestos a pagar el precio que se nos pide. Por
ejemplo, la imagen que nos hemos ido forjando en la relación con los demás. El
rol que desempeñamos en nuestra función pública,… No es fácil, no. Pero hay que desaprender si queremos avanzar.
Con el
ritmo de vida que llevamos, hay
que buscar tiempos y espacios para reflexionar. Necesitamos conocernos muy
bien. Discernir aquello que nos humaniza, de lo que nos deshumaniza. También
hay que contrastar y confrontarnos con alguien de confianza. Se trata de
diseñar los pasos a seguir en el proceso de desaprender; aún más, imaginarnos
cómo viviríamos, sin aquello que vamos a desaprender. Todo un reto si nos lo
queremos tomar en serio. Esto
de aprender a desaprender, tiene lo suyo, pero merece la pena.
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