En estos últimos días, estoy leyendo mucho sobre la importancia de los abuelos en las familias y la belleza del otoño en el campo con su colorido tan diverso.
Dice, la sabiduría popular, que el vino cuantos más años tiene es
de mejor calidad. Por lo visto, se pagan más caras las
cosechas vinícolas del siglo XX, que las de este siglo que vivimos. Se ve que
el paso de los años deja su impronta y la saben apreciar (y pagar) los buenos
entendidos.
El otoño es la
estación de la madurez. Ahora se están recogiendo los generosos
frutos que los árboles han ido madurando, pacientemente, desde la
primavera. Y no digamos nada del colorido de las hojas, previo a su caída, que
nos llenan el paisaje de estampas verdaderamente extraordinarias. Así es el
otoño... generoso, espléndido y ornamental.
La vida de las
personas se asemeja a las estaciones. En la primavera nacemos, en el verano crecemos, en el otoño
maduramos y en el invierno nos vamos. Conocemos culturas en las que las
personas mayores, -también se dice de más edad o viejas-, son el centro de la
sociedad. Son venerados, son escuchados, se tiene en cuenta su sabiduría y
experiencia acumuladas. Hasta hace unos años en mi pueblo, cuando yo era niño,
ocurría lo mismo. El caso es que hoy, en mi pueblo, las personas mayores apenas
cuentan. Aunque a lo mejor no tengo que ser tan atrevido en mi afirmación.
Los abuelos y
abuelas tienen un papel importante en el cuidado y crianza de los nietos. Tal vez la crisis ha contribuido, pero se
les ve paseando con el carrito por el parque, llevándolos de la mano por las
calles y mirando los escaparates, madrugando para acercarlos a la guardería o
al colegio,... digo yo, que con tanto tiempo al lado de sus abuelitos y
abuelitas, algo se les 'pegara' a los nietos. Hay una lucha generacional
'de competencias' entre quienes ponen las normas, a los chiquillos, y quienes
son más flexibles. Entiendo que el padre y la madre tienen la última palabra,
pero,... antes de llegar a la última están las anteriores. El asunto es bastante
complejo y discutible.
Con
crisis o sin ella, numerosos profesionales ya en la tercera
edad (otro eufemismo), nos comparten sus ideas, su buen hacer, su rica
experiencia acumulada, y creo que no podemos mirar para otro lado, o
desentendernos de todo lo que nos pueden y están aportando. Sus frutos son muy
variados y no los podemos desperdiciar. Por lo demás no se puede estar
empezando siempre desde cero, como si lo anterior no valiese para nada. ¡Con lo
buenas que están las comidas de la abuela!
Ya sé que con
el otoño se caen las hojas.
Lo que me lleva a pensar que nuestros mayores, así como recogemos sus frutos,
también tenemos que barrer las hojas, que inevitablemente se van cayendo al
suelo, porque ya nos les sirven. Sabemos de sus manías, de sus repeticiones de
historias, de sus mentalidades ancladas en el pasado, pero toda esa hojarasca
no invalida, para nada, la grandeza de una vida vivida y entregada -hasta en
sus últimos años- a los demás, empezando por sus seres más queridos.
La sociedad actual, por muy juvenil que se
quiera sentir, no puede prescindir del legado de sus mayores. Si prescindimos
de su ‘testigo’ en el relevo generacional, me pregunto entonces, que cuándo
pasemos el relevo a nuestros hijos ¿qué testigo le pasaremos?
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