En este mundo globalizado que vivimos, paradójicamente, nos encontramos la pluralidad en muchas dimensiones de la vida. Así tenemos que existen numerosos hombres y mujeres que tienen sus creencias en las diferentes religiones extendidas por la tierra, pero también, constatamos el hecho de un grupo de personas que no utilizan la hipótesis de Dios en su vidas. Por mi parte me sitúo en el contexto de la fe cristiana.
La Navidad es una buena ocasión para reflexionar sobre estas cosas. El cristianismo hace su aportación original en el mundo de las religiones. Veíamos la semana pasada que era Dios, el Dios de Jesús, el que había tomado la iniciativa de acercarse a este mundo. En tal ocasión los seres humanos le ofrecimos nuestra humanidad, le admitimos como uno más de nuestra especie, viviendo más de treinta años con nosotros.
Pero la Navidad quedaría incompleta sino descubriéramos la parte de novedad que nos viene de Dios. Porque si nosotros le hacemos participe de nuestra humanidad, al hacerse como uno de nosotros, Él, nos hace partícipes de su divinidad al mezclarse con nosotros: Dios se humaniza y el ser humano se diviniza.
Por analogía podríamos utilizar la imagen del matrimonio. Cuando la mujer y el hombre se unen en los esponsales, se compromenten a vivir unidos, no se disuelven dejando de ser lo que es cada uno, pero sí comparten sus realidades personales, de manera, que el hombre le da a la mujer todo aquello que necesita para realizarse como mujer y, a la vez, la mujer le da al hombre todo lo que necesita para realizarse como hombre. Mujer y hombre, hombre y mujer, se necesitan mutuamente para ser más, ellos mismos, para realizarse más plenamente y conseguir, así, la deseada y anhelada felicidad.
Siguiendo con esta imagen del matrimonio, en la Navidad, celebramos los esponsales de la divinidad con la humanidad. En este original matrimonio, nosotros le aportamos a Dios nuestra humanidad, para que se haga más humano, y Él, nos comparte su divinidad para que nos hagamos más divinos. El resultado de todo esto es que el ser humano que había perdido el horizonte de la plenitud, en el encuentro con Jesús - Dios hecho hombre-, redescubre y recupera el camino perdido.
La divinización del ser humano no es un postizo o añadido a su humanidad, se trata más bien, de tomar conciencia de lo que ya éramos cuando fuimos creados. Dice el libro del Génesis, en la Biblia, que fuimos creados a imagen de Dios: "varón y hembra, los creó", por consiguiente, desde los inicios ya participábamos de la divinidad. La origilinalidad en la misisón de Jesús de Nazaret, el niño que nació en Belén, no va a ser otra que la de recordarnos nuestros orígenes y dar un paso más, esto es, confirmar que Dios es nuestro Padre, esto aparece en los Evangelios cuando, Jesús, les dice a sus discípulos, que para hablar con Dios, tienen que decirle: "Padre nuestro...". Por aquí se enraiza el sentido cristiano de la familia humana.
Ya sé que todo esto puede resultar un poquito teórico-teológico, pero lo veía necesario para explicarme; en todo caso, lo que a mí me queda de este asunto es que nos jugamos nuestro ser de hombre y de mujer, en la medida que asumimos -en nuestras vidas- la dimensión divina que tenemos. De forma que al "divinizarnos" no alienamos o disolvemos nuestra humanidad, al contrario, con la divinización conseguimos - a tope - nuestra realidad de seres humanos. Concluyendo, llegaremos a ser plenamente hombres y mujeres, asumiendo en nuestras vidas la dimensión divina,eso sí, en la vida cotidiana, dado que el crecimiento personal se hace en el día a día. Por aquí seguiremos compartiendo las reflexiones.
¡FELIZ AÑO 2011!
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