Esto que les cuento ocurrió, como casi siempre sucede, en una barriada
pobre. Después de varios
intentos fallidos, una familia accedió a franquearme sus puertas. En un
principio todo eran pegas, pero, al final, logré granjearme su confianza.
El padre estaba en paro y, aunque no tenía ninguna cualificación laboral, con sus trapicheos y
chapuzas iba juntando unos euros para financiar su bebida y dar un mínimo
soporte económico a la familia; bueno, y
como él decía, la droga del barrio alguien tendrá que venderla... Como las
ganancias no alcanzaban para cubrir los gastos de toda la familia, la madre
tenía que hacer algunos favores sexuales, con los que se completaba la economía
familiar y así, a trancas y barrancas, iban sacando adelante a los hijos que habían ido llegando al hogar.
Como es lógico, ni el padre ni la madre tenían tiempo para estar pendientes
de los hijos. Por suerte, la hija mayor, de 13 años, atendía a sus hermanos más
pequeños. Claro que, dentro de sus limitaciones, lo hacía a su manera. La
constante escasez de recursos personales y materiales generaba un
ambiente crispado, nada propicio para la convivencia y la educación.
Mucha de la comida y de la ropa que conseguían les llegaba de instituciones benéficas que habían reconocido
a esta familia como muy necesitada. Aún así, mal comían y mal vestían. La
hermana mayor, dentro de su edad, de su disponibilidad y de su escasa
preparación, aseguraba los mínimos de supervivencia de los pequeños, que no era
poco.
Por lo demás, estas ocupaciones la tenían alejada de la escuela aunque estaba en edad escolar. Tampoco
sus hermanitos eran muy asiduos al colegio: mientras se levantaban o hacían que
se levantaban, se medio aseaban, se entretenían con la televisión o la
videoconsola, o se sentían atrapados por el
variado y rico mundillo de la calle, no llegaban a ser asiduos
asistentes a las aulas. Además su padre, cuando estaba en casa, se encargaba
de repetirles -hasta la saciedad- que la escuela no les daría para vivir y
que era una pérdida de tiempo. Él mismo se ponía como modelo, en este sentido.
La madre, como solía trabajar por la noche, apenas estaba con sus hijos, pues el día
era para dormir. Le molestaba especialmente que la despertaran los gritos y las
peleas de los muchachos, que eran habituales y por cualquier motivo,
especialmente cuando el mayor de los
varones, 12 años, pretendía hacerse con el mando del televisor al que se sentía
con más derechos que los demás; entonces, la madre, malhumorada,
tomaba cartas en el asunto con ayuda de la zapatilla.
Este ambiente hogareño, se complicaba aún más con las ocasionales palizas que el progenitor de la familia propinaba
a cualquiera de ellos o de ellas, incluida la mamá: Las manifestaciones
violentas eran especialmente temibles cuando el cabeza de familia llegaba a
casa borracho, cosa que sucedía con frecuencia. Nadie escapaba a sus
mamporros y todos le tenían miedo; pero, en su calidad cabeza de familia, se
aceptaba con cierta normalidad que tuviera derecho a tales prácticas, más
aceptadas por el miedo que por otro tipo de justificaciones de falsa autoridad.
Así y todo, y vuelvo al principio, me abrieron las puertas de su hogar, más que nada, porque, a pesar de las prevenciones iniciales, veían en mi cercanía la posibilidad de otra
fuente de ingresos, para cubrir sus necesidades.
Reconocía yo que no era este el mejor procedimiento para conseguir cambios, pero me preocupaban más el abandono y
negligencia en que vivían los niños y, por ello, claudicaba con esta práctica
limosnera, que en el fondo, no sirve sino para mantener y a veces reforzar este
tipo de situaciones insostenibles, pues, los padres se sienten aliviados y se
desentienden de sus responsabilidades pensando que ya las instituciones
sociales se ocuparán de seguir dando soluciones. Además, dicen con la mayor
naturalidad del mundo, ¿para qué preocuparse o molestarse? Todo es cuestión de
tiempo, a medida de que los hijos se van haciendo mayores, tan pronto como
pueden, vuelan de la casa. Eso sí, con
la cruda certeza de que reproducirán la misma historia allá adonde lleguen.
El guión tradicional de este prototipo de familia se mantiene
vivo, de abuelos a nietos; es como un círculo, en este caso viciado, que se
repite y se transmite de generación en generación. Así que, a veces me pregunto:
¿Me hubiera ocurrido a mí lo mismo de haber nacido en este ambiente familiar?
No obstante, mi gran pregunta es si tal círculo fatídico se puede romper de
una vez por todas. Este era el interrogante que me proponía responder al
hacerme huésped de tan peculiar familia. Por cierto lo de familias de cartón piedra, creo,
que también están en otras barriadas de la ciudad.
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