Uno
nace y se encuentra todo mezclado. Aunque es un bebé, las
risas y los gritos, las peleas y los abrazos, los percibe y los guarda, de
forma que más adelante les pone nombre y los incorpora en su conducta. El mundo
tal y como nos lo encontramos hoy, se ha ido configurando, con nuestros
antepasados y continua con sus herederos, entre los que nos encontramos
nosotros, con el compromiso de pasar el relevo a nuestros hijos, que
continuarán la historia, desde la cuna hasta el tanatorio.
El
relevo que se va pasando, está impregnado de bondad y de maldad,
del bien y del mal, de optimismo y pesimismo, por señalar, algunos de estos dualismos.
Nadie se libra de estas influencias. Quizá, por el contexto familiar y social
en el que nos movemos, las proporciones de ambas realidades varían según las
personas, pero, sin duda, las tenemos tan incorporadas que son dimensiones que
contribuyen en nuestro crecimiento personal.
La
experiencia nos dice que cuando ambas dimensiones se llevan
hasta el extremo de sus posibilidades, por un lado, se generan guerras,
injusticias, muerte,… o sea, la deshumanización total; mientras que, por el
otro lado surgen la paz y la convivencia, el amor y la justicia, es decir, la
humanización plena. Ambas posibilidades las vivimos en nuestro interior, en una
lucha interna continua, en la que -si uno mira su propia historia- prevalece
una más que la otra, dependiendo de las circunstancias y de la etapa de la vida
en la que nos encontremos.
Ahora
es cuando viene lo del sueño de Dios que me ha seducido y enganchado. Porque
yo no creo en el principio absoluto del caos. Yo no creo que esta vida es como
una mala noche en una pésima posada. Me niego a que todo este asunto nace en el
parto y termina en el cementerio. Claro
que respeto las opciones de otras personas que no coinciden con la mía; como
espero, también, la reciprocidad en el respeto a las que yo tengo, por parte de
ellas.
Y
digo que el sueño de Dios me ha enamorado, porque en él todas
las piezas del puzle de la vida encajan. Además el sueño es muy sencillo.
Porque lo que Dios sueña es que su familia viva y sea feliz. Lo que más desea
es que sus hijos se quieran, se ayuden como hermanos, se propongan cada día
abandonar lo que enturbia las relaciones familiares y se esfuercen por superar
todas las divisiones y rechazos ya sean por el poder, el dinero, el color de la
piel o la religión.
Tan
empeñado estaba Dios en su sueño, que nos envió a su propio
Hijo para interpretarlo correctamente. Claro que él nos hablaba del Reino de
Dios, pero esta versión de la Familia de Dios me parece más cercana. A unos
días de la Semana Santa, estas reflexiones me preparan y ayudan a vivir los
Misterios de la fe que vamos a celebrar. Porque a 2000 años vista, seguimos en
la lucha del bien y del mal, del hombre viejo y el del hombre nuevo. Bueno creo
que hemos avanzado hacia el bien, pero me sigo diciendo que no hay que bajar la
guardia y continuar con el compromiso de alcanzar la Familia Humana (de Dios) como la
quiere y sueña Dios.
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